En una fila de al menos 50 metros, un centenar de personas espera frente a un supermercado en el este de Caracas sin saber qué ni a qué hora podrán comprar algo.
«Así nos toca ahora: pararnos como mendigos a esperar que llegue el camión y nos diga qué trae», dice Lina Fernández ofuscada pero orgullosa porque asegura que no le importa decir lo que piensa.
Cuando llega el camión tres horas después de inaugurada la fila, todos miran hacia el vehículo como si viniera una personalidad famosa.
Especulan sobre sus características, a ver si adivinan qué trae. Se dice de todo: es aceite, es cloro, es jabón.
El conductor –sudado, risueño, emocionado– grita «¡azúcar!», como quien imita a una famosa cantante de salsa.
La gente, aliviada, suspira: todo indica que no van a volver a casa con las manos vacías.
Hay que ver para entender
La escasez es de esos fenómenos macondianos de Venezuela que no se entienden hasta que no se ven.
Al que no ha vivido la escasez en este país le podría dar la impresión de que acá hay de todo, a juzgar por los anaqueles de los supermercados que en su mayoría están abarrotados de productos: verduras, pastas, licores, lo usual.
Pero esa impresión será impugnada cuando el desentendido busque comprar uno de los 42 productos cuyos precios están regulados por el Estado: productos –como aceite de cocina, leche o jabón– por los que los venezolanos están dispuestos a hacer muchas cosas, entre ellas horas y horas de fila.
El que mira desde fuera puede pensar que, por haber escasez de productos de primera necesidad, el venezolano está pasando hambre.
Pero se sorprenderá cuando vea que en la mayoría de las casas, ricas o pobres, muchos de esos productos están en las neveras, alacenas y platos de comida.
Cuando narran un cuento, los venezolanos suelen usar esta expresión para reforzar su credibilidad: «Eso yo lo vi, no me lo contaron».
El venezolano no parece sorprenderse cuando relata estas contradicciones de la escasez, porque las ve todos los días.
Pero para quien no está familiarizado con ella, son fenómenos que no se terminan de entender, porque se los están contando.
Para este reportaje BBC Mundo intentó entrevistar al superintendente de precios justos, Andrés Eloy Méndez, y al ministro de Alimentación, Carlos Osorio, dos autoridades en el campo del consumo y la distribución de productos. Pero no obtuvimos respuesta.
El ir y venir de la compradora
Marta* no necesita hacer mercado, porque tiene todo lo que necesita en su casa.
Pero cuando baja de su hogar en el empinado barrio popular de Petare en el este de Caracas revisa con una meticulosa mirada la situación en los diferentes supermercados y farmacias por las que pasa.
También estudia las bolsas de la gente que lleva productos: les pregunta qué consiguieron, dónde y cuánto quedaba. Son datos muy preciados por estos días en las calles venezolanas.
Marta –madre de dos niñas– no compra por necesidad, sino por oportunidad.
«Alguna vez compré aceite de oliva sin saber para qué servía porque la gente se lo estaba rapando porque dizque estaba barato», recuerda.
«A veces tienes que hacer una cola para el turno de comprar y otra para pagar, cuando lo más usual ahora es que encuentres solo un producto (regulado) por supermercado y tengas que ir a varios», explica, mientras sigue bajando las desiguales escaleras de Petare.
Productos regulados en Venezuela:
Aceite, granos, jugos de frutas, pasteurizados, azúcar, café, víveres varios, pollo, carne de res, compotas, carne de cerdo, leche, enjuagues para el cabello, quesos, pan, agua, mineral, pasta, cereales, jabón de baño, arroz, sorgo, suavizantes, enjagues para la ropa, maíz, harina de maíz precocido, crema dental, pescados, champú para el cabello, desodorante, pañales para bebé, papel higiénico, máquinas de afeitar, limpiadores, cloro, jabón para lavar para platos y ceras para pisos
(Esta lista incluye productos genéricos. Hay productos que aparecen como regulados en unas presentaciones y en otras no).
Según Datanálisis, una encuestadora con base en Caracas, cada semana los venezolanos van en promedio a cuatro supermercados distintos y dedican cinco horas a las compras.
Por eso Marta tiene una red de conocidos y familiares con los que se comunica varias veces al día a través de llamadas y mensajes de texto para intercambiar los datos del qué, el dónde y el cuándo.
También conoce varios trabajadores en supermercados que le proveen esa información a cambio de unos bolívares, pero ese recurso lo usa en casos extremos: cuando solo le queda papel higiénico para una semana y no encuentra dónde comprarlo, por ejemplo.
«Son trucos para hacer menos cola», concluye.