Compañeros, todos, de la Patria Grande. Permítanme, porque el alma de un veterano está llena de recuerdos, han pasado muchas décadas. Han sido porfiadas décadas de lucha por la dignidad del pueblo cubano. Y con su suerte, la de muchos luchadores, algunos de los cuales ni sus nombres recordamos, que quedaron en los socavones, en los dolores de América, en las selvas, en sus montañas. Porque los cambios sociales no tienen un laboratorio en el que se pueda experimentar en frío.
Los cambios sociales son la experimentación directa en la lucha con los pueblos. Y los hombres y mujeres caminamos intentado encontrar caminos y recreando, y aprendiendo de nosotros mismos, del camino del dolor, de los fracasos, de volverse a levantar. De mil veces empezar de nuevo. Porque, sencillamente, los cambios sociales no están a la vuelta de la esquina. No están al alcance de la mano en lo inmediato. Son una larga construcción colectiva, de esfuerzo, de trabajo, de errores, de aciertos, de compromiso, de sacrificio. Siempre ha sido así.
Lo imposible, parece que cuesta un poco más. Por eso, en el fondo, no hay derrotas. Solo sufren derrotas aquellos que dejan de luchar.
Entonces, esta revolución, que fundamentalmente ha sido la revolución de la dignidad, de la autoestima para los latinoamericanos, nos sembró de sueños, nos llenamos de quijotes. Soñamos que en 15 o 20 años era posible crear una sociedad totalmente distinta y chocamos con la historia. Los cambios materiales son más fáciles que los cambios culturales. Los cambios culturales son, en definitiva, el verdadero cemento de la historia y son una siembra muy lenta de generación en generación.
Cubanos, sus antepasados nos han enseñando el valor que tienen la vergüenza y la dignidad. El ser nosotros. Estamos asomando a una civilización mundial, digital, colectivizada, de dimensiones inconmensurables y hemos aprendido una cosa, —que la estamos viviendo en nuestra América Latina— solo es posible el mundo si respeta lo diverso. Solo es posible el mundo y el porvenir si nos acostumbramos a entender que el mundo es diversidad, respeto, dignidad y tolerancia. Y que nadie tiene derecho, por ser grande y fuerte, de aplastar a los pequeños y débiles. Lección de oro de estos 60 años de revolución.
El mundo rico tendrá que comprender, —por su propia tranquilidad— porque la vida humana es corta, demasiado corta, y no hay derecho a sacrificar la vida de los que están vivos, porque estar vivos es casi un milagro y hay que respetar la vida. Y entonces, nos juntamos en este templo, donde seguramente los muchachos que atacaban, soñaban que era más sencillo y más fácil. Si en el mundo no hubiera habido soñadores, todavía andaríamos con taparrabos caminando por la selva. Solamente el mundo cambia y se mueve porque hay gente comprometida y capaz de soñar.
Con los sueños de aquellos cubanos, oleadas de juventud, nos movimos por toda nuestra América. Hoy somos viejos, arrugados, canosos, llenos de reumatismo, de nostalgia y recuerdos. Y nos reímos de nosotros mismos, de las chamboneadas que hemos cometido, pero chamboneadas sin precio, por una causa, por el sueño de una humanidad con igualdad básica, con garantías básicas, con sueños básicos.
Estamos convencidos que el hombre tiene capacidad para construir un mundo mejor. Tiene los recursos de poder construir un mundo mejor. La palabra «revolución» adquiere hoy una dimensión de carácter universal cuando el mundo se globaliza. Y es, precisamente, la idea de que es posible y una necesidad histórica, para mantener y sostener la vida, luchar por crear un mundo mejor, de respeto, de igualdad básica, de no temer que lo aplasten, sin portaviones, sin aviones, que tienen un brazo largo, casi sin gente.
Es posible que el hombre salga de la prehistoria, y saldrá de la prehistoria el día que los cuarteles sean escuelas y universidades.
Gracias, pueblo santiagueño. Gracias, por lo mucho que nos dieron, por lo mucho que nos dejaron y, sobre todo, por la dignidad con que suscribieron el derecho a autodeterminarse que tiene un pueblo, más allá de sus dimensiones. Gracias